lunes, 16 de agosto de 2010

Recuerdos

Hay momentos del verano que le dan a esta parte del año un toque sagrado. Son como pequeños rituales que vencen el sopor estival, y que rodeados de un aura especial, hacen que sean recordados a lo largo del resto del año. Son, en definitiva, pequeños regalos que la vida tiene con uno, y que unas veces se disfrazan de sorpresa y en otras ocasiones hacen que el recuerdo no sea tan agradable.

De los veranos en el pueblo de mi familia siempre me quedo con el encuentro con el tío Nicolas. No tengo el recuerdo de haberlo conocido por primera vez. Para mi siempre ha estado allí, observando como la chavalería crece año tras año desde el sombrío porche atestado de moscas de la plaza.
De pequeño me asustaba su carácter rudo y hostil, propio de quien se siente avasallado e incómodo en un ambiente que a lo largo del año le pertenece en exclusiva. Con el tiempo he aprendido a descubrir la sabiduría que aquel viejo cascarrabias encerraba dentro de aquel envoltorio tan desaliñado.

Un año compartíamos poyete cerca de la plaza. Había sido por casualidad, pues el respeto hacia aquel viejo era grande todavía, y ni por asomo se me hubiera ocurrido ocupar su asiento. El destino me llevó a hacerlo por descuido, lo cual me reportó un - Mierda de crío - que recordaré toda la vida. Tras aquel recibimiento, un frío silencio se prolongó durante unos minutos. Yo acababa de bajar del monte tras haberme pasado el día entero de excursión y estaba extasiado. Nicolas me miraba de reojo frunciendo el ceño, mascullando palabras inteligibles entre unos labios a medio cerrar que se afanaban por evitar que un cigarro mal liado cayera al suelo. Una vez recobrado el aliento me presenté recordando al padre de mi abuelo. Es la única forma de que un viejo del lugar te sitúe en su esquema mental, y creí oportuno hacerlo confiando en que la conversación al menos tuviera un comienzo. Nicolas volvió a hacer sonar su garganta en un gesto de aprobación, y comencé a relajarme. No se si fue el cansancio acumulado de la jornada, pero comencé a hablar como si no hubiera mañana, relatando a aquel viejo mi andanza del día. Le hablé de los lugares por los que había pasado aquella misma mañana, donde había parado a comer o que ríos había cruzado, y fue el recuerdo de los mismos lo que le animó a comenzar a hablar conmigo. Empezó hablándome de cuando de crío ayudaba a su padre con el ganado por aquellas zonas, y de lo dura que era la vida de entonces. Luego me habló de la guerra, puta guerra, contándome como si de un secreto se tratase que el ejército republicano había ocupado la iglesia del pueblo, utilizándola de garaje para las caballerías, y como él, que por aquel entonces sólo tenía ocho años, había ido obligado por su madre a entregarles ropas limpias a aquellos soldados.

Oscureciendo ya el día, hice intención de levantarme para regresar a casa, y Nicolas me preguntó como buen aragonés si ya marchaba. Le contesté que si, justificándome en mi cansancio, pero aquel viejo me sobornó para que me quedara un momento más con la promesa de una historia emocionante. Volviéndome a sentar en aquel poyete, Nicolas empezó a contarme como días después de aquel episodio con el ejército republicano en la iglesia del pueblo, se recibieron noticias de que un gran número de soldados franquistas se dirigían hacia allí. El escaso contingente republicano intentó el repliegue en dirección contraria pero varios de sus miembros fueron detenidos y ejecutados allí mismo. Aquella tarde, cuando el día ya moría, Nicolas recordó como aquellos soldados fueron enterrados en una fosa abierta para la ocasión a escasos metros de donde nos encontrábamos, y cuyo punto exacto intentaba mostrarme apuntando con un cayado que temblaba considerablemente. Nicolás terminó el relato anunciándome que poca gente en el pueblo conocía aquel episodio, pues eran pocos los que viviendo por entonces, estuvieran vivos ahora.

Desde aquel día he solido acompañar muchas tardes de verano a Nicolas, sentándome junto a él en aquel mismo poyete. Nunca hemos premeditado el encuentro, y si nos hemos visto por el pueblo en algún lugar diferente, nuestro saludo ha sido más bien frío. Su carácter huraño ha seguido atemorizando a las nuevas generaciones de niños y niñas que vuelven a veranear al pueblo, de la misma manera que sus recuerdos han seguido llenando mi imaginación de nuevas historias, así como las de aquellos que han querido acompañarnos.

Pero este año el ritual no ha podido repetirse. Una puñetera enfermedad roba a diario los recuerdos del tío Nicolas dejando irremediablemente al pueblo sin memoria. Asusta descubrir que los recuerdos no llegan a ser más que impulsos eléctricos en nuestra cabeza, que de la noche a la mañana pueden llegar a desaparecer. Y así de repente, ya no hay poyetes, ni cigarros de picadura, ni soldados enterrados en la margen del río.

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